el sonido del chisporroteo y un diario que me cuesta volver a leer.
Durante un tiempo quise que todo eso se extinguiera pero insistía.
Ahora escribo poemas.
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Crucé dos potreros y me acerqué al monte del campo vecino. Las llamas eran bajitas y quemaban las cosas al ras del suelo: pajas, cardos y pasto seco. Después crecieron y se hicieron altas, como los árboles. El fuego toma la altura de lo que quema.
No pude dejar de mirar. La paleta de colores iba del naranja pálido al rojo intenso, del gris claro al negro brea. Los crujidos eran como capas de una masa de hojaldre sonoro. Arriba, las chispas explotaban y se oía el ruido de las ramas quemándose; abajo, se escuchaba un rumor más sordo parecido al de una ola que crece y crece, pero nunca termina de romper. El fuego no entiende de límites y lo único que respeta es su propio hambre.
Ya se había quemado la mitad del monte cuando mi hermano me tocó bocina desde el potrero de al lado. ¿Estás loca? ¿Qué hacés acá? me dijo a los gritos, mamá está desesperada porque no sabe dónde estás.